Sí, el título no está equivocado: la literatura y la salsa (música) están entrelazadas en Latinoamérica. Suena grandilocuente, y hasta extraño pensar en un salsero, con sus movimientos sensuales, su música agitada, con las trompetas, los timbales, el teclado que botan sonidos para sacudir el cuerpo, y en un escritor serio, con anteojos gruesos, y con cara de haber leído todas las novelas y cuentos del mundo.
Esta música, dirán algunos, más que alimentar el intelecto o el espíritu, está dirigida a las vísceras, a las piernas, a pasarla chévere un buen rato, a ahogarse en alcohol, a remolinear borracho, y después a entregarse en la cama con quien sea. Tienen la razón, pero no toda la razón.
¿Cómo es esto? Hay salseros que han utilizado su música no sólo para entretener a la gente, sino también para hacerles pensar. Para darle una sacudida no sólo a sus carnes, sino a su mente. Para despertar no sólo sus ansias de sexo, sino su consciencia. Y, tal como dice el título, para construir literatura.
“Imposible, absurdo, qué mal gusto”, gritarán algunos.
No se alarmen, este oficio es igual de anciano que la misma música y la misma literatura.
¿Ha oído hablar de los Aedos? ¿Quiénes eran? Los Aedos eran personas, en la Grecia Antigua, cuya ocupación consistía en contar cuentos, leyendas, historias, y a todo poniéndole melodía. Usaban el phorminx, que era una especie de arpa muy parecida a la lira. Pienso (y es sólo una opinión), que el phorminx actual sería la guitarra, por ser el instrumento de cuerda más popular entre los músicos.
Ahora bien, ¿qué contaban? Casi siempre lo hacían en verso, narrando grandes aventuras de héroes gigantescos, de semidioses, de superhombres que conquistaron a sus enemigos, salvaron reinos enteros, rescataron princesas, asesinaron monstruos invencibles, etc. El más conocido Aedo fue el gran Homero, compositor de la Ilíada y la Odisea. Se dice que iba de aldea en aldea relatando las aventuras de Ulises, de Aquiles, y los troyanos, haciéndolo con tal maestría que sus recitaciones alcanzaron la inmortalidad.
¡No eran cualquier cosa estos literatos cantantes!
Luego, los celtas (ocupantes de Europa Antigua), tenían su propia generación de músicos literatos: los bardos.
En la Edad Media, aparecieron los trovadores.
Durante el Renacimiento, los cantantes de música gregoriana. Y los que vinieron después son harto conocidos: los grandes compositores de música clásica y de cámara, y los genios de la ópera.
Hasta llegar a nuestros días, con los cantautores.
Y así, a lo largo de los años han ido surgiendo diversos intérpretes, amantes de la literatura, quienes en lugar de sentarse a escribir libros escriben pentagramas, y a esos sonidos les acoplan literatura.
Cada región, cada continente, tiene sus propios literatos cantantes. Y después de esta breve introducción, en los artículos siguientes, veremos a algunos de los que ha dado nuestra América Latina. Que los tiene muy buenos, y quién sabe, a lo mejor dentro de unos 100 años muchos de ellos continúen vigentes, y la gente siga cantando sus canciones y recordando las historias que su música narraba.
jueves, 27 de agosto de 2009
lunes, 24 de agosto de 2009
Pelando la cebolla
Acaba de caer en mis manos el último libro de Günter Grass (premio Nóbel de literatura 1999) titulado “Pelando la cebolla”. Este es un libro tan controversial y sensible: recuerda su niñez marcada por la guerra mundial, y su adolescencia perturbada por los nazis.
Como siempre, Günter Grass nos eleva a las cimas más vistosas de la literatura, haciendo honor a la academia sueca que lo premió. Aun no podría ofrecer un análisis profundo y detallado sobre el estilo, la estructura, y el valor literario en sí mismo, para ello tendría que rumiarla en su idioma original, y la verdad que mi alemán está aun en pañales. Sin embargo, puedo con certeza comentar su valor humano y la enseñanza que nos comunica a nosotros los lectores. Desde mi punto de vista.
Para entenderla hay que haber leído sus anteriores libros, sobre todo el que lo lanzó a la fama: “El tambor de hojalata.” Si aun no se ha hecho, ya es hora de hacerlo. No saben lo que se pierden.
El valor de la metáfora es esencial. Mediante una imagen cotidiana y culinaria (quién no ha pelado o ha visto pelar a su madre una cebolla) Grass destapa poco a poco cada una de sus identidades y de sus vivencias, hasta llegar al corazón de la cebolla. En otras palabras: va quitando una a una las túnicas de sus años difíciles en la guerra, de sus conflictos familiares, de sus lecturas, de sus aventuras nazis, hasta escapar de la Alemania comunista y refugiarse en Paris. Es entonces que el escritor se encuentra a sí mismo: el escritor encuentra al escritor y escribe lo que sería su obra maestra. Como cuando uno quiere peinarse y no encuentra el peine, busca por todo el baño y nada. Hasta que luego de andar por toda la casa lo encuentra. ¡Qué gran alivio!
Haciendo un paralelo con nuestras vidas podría decir lo siguiente: que todos somos cebollas. Es necesario, y hasta indispensable, que cada uno se vaya desvistiendo de las capas que tiene en el corazón hasta hallar al verdadero yo. A ese yo auténtico y genuino que se ve desnudo y reflexiona: “¿Quién soy?” Sin máscaras, sin ambigüedades, un yo puro y sincero que se reconoce malo, depravado, capaz incluso de cometer un aborto o de matar al presidente. Nadie se espante porque uno no sabe de lo que es capaz.
Me trae a la memoria el libro de otro autor alemán, “La muerte en Venecia”, en la que el personaje principal Gustavo Aschenbach, siendo un ejemplar correcto, intachable, de una moral inquebrantable decide ir a Venecia a pasar unos días de relax. De pronto sin que venga a cuento conoce a un adolescente guapísimo que le robó el corazón. Y la calma. Surgió, de ese corazón impredecible y traicionero como lo es el del ser humano, aquel primitivo e incivilizado admirador de la belleza de su mismo sexo. Nadie imaginaría que aquel intelectual famoso, tan respetable y de moral irreprensible, sucumbiría ante sus propios instintos. No fue la belleza de aquel muchacho la causa, tampoco el romántico ambiente de Venecia, ni el sol del verano toscano. No. El problema estaba dentro de él. Era interno no externo.
Volviendo a Grass, creo entender que su libro más allá de referirse al compromiso que él tenía con la literatura y con la humanidad, habla del núcleo del ser humano. No en vano escribe en las primeras páginas: “La cebolla tiene muchas pieles. Existe en plural. Apenas pelada, las pieles se renuevan. Cortándola, hace saltar las lágrimas. Sólo al pelarla dice la verdad”.
Estas dos últimas frases me han llamado mucho la atención. Primero porque quien intenta sacarse las pieles de la cebolla que tiene formadas en el alma es lógico que llorará de dolor, ya que las capas están tan aferradas a nuestra naturaleza que es imposible no sentirlas. Hablo de las vanidades, temores, orgullos, fobias, complejos, y de todo ese bufete de experiencias psicológicas. Como cuando se quiere extirpar una tenia: duele muchísimo porque la tenia está aferrada a las paredes del intestino. Así también las capas de la cebolla. Segundo, cuando hemos logrado pelarla podremos encontrar la verdad. ¿Cuál es esa verdad? Que el corazón del ser humano, de todos los seres humanos, es un burdel. Necesita una limpieza de fondo. No con Buda, no con ácido lisérgico, sino con Cristo.
Recuerden: duele pelar la cebolla, pero una vez pelada la verdad está allí. Y la verdad es que no nos diferenciamos mucho los unos de los otros.
Como siempre, Günter Grass nos eleva a las cimas más vistosas de la literatura, haciendo honor a la academia sueca que lo premió. Aun no podría ofrecer un análisis profundo y detallado sobre el estilo, la estructura, y el valor literario en sí mismo, para ello tendría que rumiarla en su idioma original, y la verdad que mi alemán está aun en pañales. Sin embargo, puedo con certeza comentar su valor humano y la enseñanza que nos comunica a nosotros los lectores. Desde mi punto de vista.
Para entenderla hay que haber leído sus anteriores libros, sobre todo el que lo lanzó a la fama: “El tambor de hojalata.” Si aun no se ha hecho, ya es hora de hacerlo. No saben lo que se pierden.
El valor de la metáfora es esencial. Mediante una imagen cotidiana y culinaria (quién no ha pelado o ha visto pelar a su madre una cebolla) Grass destapa poco a poco cada una de sus identidades y de sus vivencias, hasta llegar al corazón de la cebolla. En otras palabras: va quitando una a una las túnicas de sus años difíciles en la guerra, de sus conflictos familiares, de sus lecturas, de sus aventuras nazis, hasta escapar de la Alemania comunista y refugiarse en Paris. Es entonces que el escritor se encuentra a sí mismo: el escritor encuentra al escritor y escribe lo que sería su obra maestra. Como cuando uno quiere peinarse y no encuentra el peine, busca por todo el baño y nada. Hasta que luego de andar por toda la casa lo encuentra. ¡Qué gran alivio!
Haciendo un paralelo con nuestras vidas podría decir lo siguiente: que todos somos cebollas. Es necesario, y hasta indispensable, que cada uno se vaya desvistiendo de las capas que tiene en el corazón hasta hallar al verdadero yo. A ese yo auténtico y genuino que se ve desnudo y reflexiona: “¿Quién soy?” Sin máscaras, sin ambigüedades, un yo puro y sincero que se reconoce malo, depravado, capaz incluso de cometer un aborto o de matar al presidente. Nadie se espante porque uno no sabe de lo que es capaz.
Me trae a la memoria el libro de otro autor alemán, “La muerte en Venecia”, en la que el personaje principal Gustavo Aschenbach, siendo un ejemplar correcto, intachable, de una moral inquebrantable decide ir a Venecia a pasar unos días de relax. De pronto sin que venga a cuento conoce a un adolescente guapísimo que le robó el corazón. Y la calma. Surgió, de ese corazón impredecible y traicionero como lo es el del ser humano, aquel primitivo e incivilizado admirador de la belleza de su mismo sexo. Nadie imaginaría que aquel intelectual famoso, tan respetable y de moral irreprensible, sucumbiría ante sus propios instintos. No fue la belleza de aquel muchacho la causa, tampoco el romántico ambiente de Venecia, ni el sol del verano toscano. No. El problema estaba dentro de él. Era interno no externo.
Volviendo a Grass, creo entender que su libro más allá de referirse al compromiso que él tenía con la literatura y con la humanidad, habla del núcleo del ser humano. No en vano escribe en las primeras páginas: “La cebolla tiene muchas pieles. Existe en plural. Apenas pelada, las pieles se renuevan. Cortándola, hace saltar las lágrimas. Sólo al pelarla dice la verdad”.
Estas dos últimas frases me han llamado mucho la atención. Primero porque quien intenta sacarse las pieles de la cebolla que tiene formadas en el alma es lógico que llorará de dolor, ya que las capas están tan aferradas a nuestra naturaleza que es imposible no sentirlas. Hablo de las vanidades, temores, orgullos, fobias, complejos, y de todo ese bufete de experiencias psicológicas. Como cuando se quiere extirpar una tenia: duele muchísimo porque la tenia está aferrada a las paredes del intestino. Así también las capas de la cebolla. Segundo, cuando hemos logrado pelarla podremos encontrar la verdad. ¿Cuál es esa verdad? Que el corazón del ser humano, de todos los seres humanos, es un burdel. Necesita una limpieza de fondo. No con Buda, no con ácido lisérgico, sino con Cristo.
Recuerden: duele pelar la cebolla, pero una vez pelada la verdad está allí. Y la verdad es que no nos diferenciamos mucho los unos de los otros.
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